El Hermoso País de la Corrupción

 

Les voy a contar media historia de un país, un hermoso país lleno de recursos naturales, bellos paisajes, un país que sufría a su gente buena y amable que se volvía salvaje a la menor provocación, sufría a sus gobernantes fuertes y déspotas, a sus violentos militares y policías analfabetas y sufría a sus decenas de jueces y agentes nombrados por nepotismo.

Por comodidad narrativa diremos que este bello país se llamaba el País de la Corrupción.

En este hermoso país, por generaciones se le hizo creer a la gente que la corrupción era buena, necesaria, parte de la cultura nacional y la miel con la que se mueven los engranajes del sistema.

En este bello país, por generaciones, millones de personas participaron de actos de corrupción, grandes y pequeños, sin ningún tipo de arrepentimiento o pudor.

En este país, los negocios privados, las elecciones, las obras públicas, el quehacer cotidiano estaban permeado de corrupción.

En este país era costumbre decir que el que no tranza no avanza.

Los patrones estaban acostumbrados a pagar menos impuestos al gobierno, a usar facturas falsas y los trabajadores estaban acostumbrados a trabajar a medias y sacar siempre provecho.

El gobierno de este país se sumergió en la corrupción hasta volverse uno con ella, unidos e indivisibles. 

Había corrupción en todo y en cualquier pequeño resquicio donde alguien pudiera obtener una ventaja mal habida; desde comprar lápices para las escuelas, comprar medicinas para el vih o el cáncer y hasta mandar dinero del gobierno a los municipios, todo tenía la mano de la corrupción.

Usted dirá, querido lector, que es una exageración decir que TODO estaba tocado por la corrupción en este bello país, pero así era.

En los hospitales, desde el director hasta las enfermeras disponían de los medicamentos y los análisis a su discreción. Se gastaban millones en uno de los peores sistemas de salud del mundo.

En las escuelas, las calificaciones, los puestos, los premios no eran entregados a quienes los merecían o habían ganado, sino a quien pagaba mejor por ellos.

En los juzgados había una sola regla: una justicia para los pobres y una justicia para quienes podían comprarla. En las cárceles estaban sólo quienes no habían podido pagar su libertad.

Por años los ciudadanos de este país pagaron por gasolina robada a su propio país. Desde los operadores de las bombas hasta los altos directores sabían que era robada, pero a nadie le importaba.


En este país, todos se regocijaban cuando el gobierno planeaba construir un puente de 100 mil. Todos sabían que el funcionario se robaría 10 mil, la empresa se robaría 10 mil, la supervisión otros 10 mil, el arquitecto y los ingenieros 10 mil, el maestro y los albañiles sacarían 5 mil en robos hormiga y negligencias que a nadie le importaban. Se pagarían 5 mil más de mordidas para hacer ciegos y sordos a los inspectores y todos contentos.

El pueblo tendría su puente de 50 mil, a nadie le importaría que fuera una porquería porque todos habían sacado provecho y porque así se había hecho siempre. Todos los que participaron en ese puente, desde el diseño hasta la ejecución, eran felices eslabones de una cadena de corrupción.

Este país estaba tan enamorado de la corrupción que podían inaugurarse hospitales vacíos, entregarse premios sin concursos, pagar por festivales que nunca ocurrieron, desaparecer millones cada día y a nadie le sorprendía.

Entonces la hermana perfecta de la corrupción se hizo aún más grande: la impunidad.

Una vez más a todos les pareció de lo más normal: si los gobernantes, los directores de grandes empresas, los lideres sindicales, los líderes de opinión, los partidos políticos, los jueces y policías eran corruptos y no pasaba nada era porque la impunidad era perfecta.

Impunidad en cada pequeño robo, en estacionarse en doble fila, en una pequeña golpiza al vecino, en el racismo y el prejuicio cotidiano, impunidad en la creciente pobreza de la mayoría.

Hasta que la impunidad se hizo costumbre.

Mientras el gobierno se entregaba a relaciones carnales con los grandes delincuentes, este hermoso país se había convertido en un infierno.

Entonces la gente de este país que sufría empezó a sufrir más, la impunidad ahora era una reina sangrienta.

Este bello país era ahora el primer lugar en pornografía infantil, segundo lugar en feminicidios del mundo, primer lugar en embarazos de adolescentes y niñas, por lo que era también el primer lugar en abuso sexual contra menores y uno de los 20 peores países del mundo occidental para ser mujer.

En este bello país, en 10 años pasaron de 20 mil muertes violentas a 200 mil, casi 100 muertos por día.

Los militares de este hermoso país participaron por décadas en decenas de matanzas de ciudadanos inocentes, casi siempre indígenas e inmigrantes, pero siempre gente pobre. Los nombres de lugares cómo Acteal, Aguas Blancas, Nextitlan, San Fernando, Tlatlaya, Ayotzinapa, el Charco, Allende, dieron terrible fama mundial a este país, aunque más de la mitad de la población de este país no se enteró o no le interesaba.

Mientras la población era cada vez menos educada porque en 10 años menos de la mitad de los jóvenes menores de 19 años lograron entra en secundaria y sólo 4 de cada 10 lograba terminarla.

En una década este bello país paso de tener el 7%, a más del 20% de su población de 15 a 29 años sin empleo, educación o formación.

Entonces la gente de este hermoso país de la corrupción se dio cuenta que estaba en medio de un lodazal y decidieron cambiar de gobierno. 

Esto molestó a muchos ciudadanos que nunca se habían molestado por nada en este país de la corrupción, la impunidad y la muerte.

..... parte 1 de 2.

 

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